22/4/09

Y el pueblo leyó Finisterre

Ellos, que conformarían el germen de la revolución, coexistían diariamente en un café oscuro que pasaba casi desapercibido para los transeúntes, situado frente a una universidad, durante un futuro no muy lejano – es más – tan cercano que bien podría ser el presente inmediato.
Habitaban en un mundo democrático, con plena libertad de prensa, de pensamiento y de expresión.
Sin embargo, la libertad de este extremadamente moderno y democrático mundo bien podía ser solo una ficción.
No es que desapareciera gente, ni que se persiguieran ideales. Eran pocas las revueltas que ameritaban ser reprimidas.
No se afectaba en lo más mínimo la vida del pueblo ni su albedrío, y este no reclamaba, no marchaba, no se resistía, no exigía, no demandaba absolutamente nada, ni tampoco pretendía grandes cosas. Los habitantes se dedicaban estrictamente a ir y volver de sus trabajos, sin plantearse que sería que harían en caso de contar con tiempo libre, sin cuestionarse ya ninguna de sus elecciones.
Eran los hijos cómodos y doblegados de una generación rebelde, una generación de presos políticos y de desaparecidos, que combatió contra la dictadura e impulsaba apasionadamente un sueño de democracia, una concepción que terminó justamente con la llegada de la tan mentada forma de gobierno, convirtiéndolos, durante el proceso, en una generación temerosa y paradójicamente incapaz de pelear por lo que quería.
Cada uno vivía su vida, creyéndola privada, cuando en la realidad el gobierno – ese ente anónimo y en permanente estado de alerta – conocía a la perfección la intimidad de cada uno de los individuos.
En este mundo todas las ideas políticas coincidían. Ya no existían facciones ni partidos. Y si existían, a la larga resultaba indiferente, ya que todos eran similares. No existían posibilidades reales de elección.
Esas grandes multinacionales y restantes compañías extranjeras que los habían paulatinamente colonizado les indicaban qué música debían oír, qué indumentaria les convenía preferir, qué alimentos querían consumir y qué standard de vida era necesario llevar para llegar a ser mediana o realmente exitosos.
La gente bebía durante las tardes sus cafés imperialistas, y se llevaba de recuerdo de estos encuentros charlas banales, metafísicas quizá, pero incongruentemente mundanas. Todo era superfluo en este mundo. Estos hombres, sus hijos y sus nietos, conformaban la generación sometida y transigente que finalmente se atormentó de luchar en vano y se dejo dominar sumisa y resignadamente, no por un gobierno impuesto, sino por un enemigo clandestino, enmascarado, referido comúnmente como democracia.
Pero el pueblo no lo sabía. El pueblo no estaba al tanto bajo ningún contexto de dicha conspiración gubernamental.
En esta sociedad en la que ellos vivían existía infinidad de maneras de hacer dinero rápidamente, esto si uno estaba dispuesto a sacrificar su alma…y eran incontables los que lo estaban: banqueros, empresarios, comisarios, hacendados, políticos y sus amantes y hasta los artistas mismos.
Pero el bien y el mal a veces se confunden, y la búsqueda de la verdad termina siendo una mentira. Y es por esto que ellos, este grupo de jóvenes reunidos en el café, comenzaron a considerar seriamente la idea de una inexorable rebelión.
Era necesario volver a tomar conciencia, erotizar el mundo, generar la caída del régimen y deshacerse de ese inconmovible imperio gubernamental que decidía por ellos, que se introducía en lo más profundo de sus mentes, y que los hacía obrar a su gusto y preferencia.
Ellos se reunían frecuentemente en aquel bar, no demasiado pulcro y bastante venido a menos, situado frente a esa universidad, bar que cubría sus paredes con recortes de periódicos enmarcados, recuerdos de grandes sucesos acontecidos en la época de sus padres, sucesos que se sentían mucho más lejanos de lo que realmente eran.
Fue allí donde estos jóvenes generaron su idea de proyecto revolucionario, acompañado de perpetuos cafés aguados y medialunas insípidas.
Su manifiesto propugnaba la formación de un nuevo pueblo, un pueblo con otros valores, en el que no se permitiera la violencia ni el trabajo explotador, una suerte de comunidad en la que cada individuo trabajara su porción de tierra, donde existiera la solidaridad en lugar del dinero, que todo lo corrompe, una sociedad que viviera del canje, tal como se vivía antiguamente.
Pero no encontraban la forma de llevar su proyecto adelante, de poner en acción sus planes, y por eso, como primer paso, decidieron publicar una revista, a la que nombraron simbólicamente Finisterre, el fin de una era, el comienzo de otra, una suerte de consolidación de su manifiesto, un reconocimiento público de la verdad, o mejor dicho, de la mentira en la que sus contemporáneos se hallaban sumidos. Finisterre era la propuesta de un nuevo mundo.
La divulgación que inicialmente iba a ser mensual, se tornó semestral a causa de la falta de tiempo de sus participantes.
Luego de la primer portada retomaron sus habituales divagues, sus eternas conversaciones de superhéroes - formas quizá de evolución de aquellos dioses y semidioses griegos que jugaban con nosotros al ajedrez riéndose desde arriba - y a pesar de seguir reuniéndose durante largas tardes, poco a poco se iban desviando del camino de la libertad.
Ya los últimos encuentros se habían tornado banales y -por cierto- extremadamente calurosos e innecesarios.
Eso hasta que una tarde ella apareció en el café, tomó asiento elegantemente en la mesa habitual, cercana a la ventana, y les relató pacífica y detalladamente su vaticinio acerca de la revolución que, afirmaba, estaba por acontecer.
Al día siguiente ella se presentó nuevamente y les relató de qué manera el presidente había caído.
Acordaron que se reunirían esa misma noche para ver que sucedía a continuación, y luego procederían a actuar conjuntamente y de común acuerdo.

Fue como si todo se paralizara durante esas vísperas de primavera, mientras la escuchaban bajo los ventiladores indolentes, casi sin perder palabra.
Durante las tardes que siguieron, ella fue proporcionándoles hasta los detalles más ínfimos al respecto de cómo iban a ser llevados a cabo los hechos.
Y ellos se lo comunicaron al pueblo por medio de su publicación, que repentinamente dejo de ser semestral, para convertirse en quincenal.

Y el pueblo leyó Finisterre y quiso ser parte.

Por supuesto la revolución, como toda revolución, no fue fácil ni cómoda: los malos tiempos habían comenzado.
Pero el fin -que como siempre- justificaba los medios, era en pos de un bien mayor, y por eso todos contribuían a la causa.
Cada habitante era parte activa de la rebelión, en mayor o menor medida.
Ellos, los del bar, ya habían tomado los medios masivos de comunicación.
La ciudad cayó durante el otoño siguiente, y dado el clima que se había generado a raíz del levantamiento – que inexorablemente debía ser armado - ya no hubo en la ciudad grandes fiestas, ni ruidosos establecimientos abiertos hasta altas horas de la madrugada.
Ya no hubo banderas en los balcones, ni bandas de música tocando en los bares, ni protestas en la plaza, ni muchedumbres que aclamaran…todo lucía calmo y hasta posiblemente un tanto tedioso y monótono.
La gente se congregaba en las casas durante largas noches y departía al respecto del futuro nacional y de sus líderes.
Entretanto los extranjeros de múltiples nacionalidades, que casi los habían invadido a millares durante un pasado cercano, abandonaban el país apresuradamente, y los jóvenes que en otro tiempo fueran tan despreocupados por el porvenir, ahora se comprometían plenamente con la causa y con sus líderes.
En los años siguientes, ni ella ni ellos recordarían el verdadero orden de sucesión de los hechos…todo se desdibujaba y eran tantos los acontecimientos que su velocidad era vertiginosa, y estar en todos lados a la vez, incorporar todo lo que acontecía a su alrededor, ya no era posible.
Por la carne, la verdura, la leche, y el pan, pagaban cuatro veces o más lo que habían costado antaño, y día a día el sufrimiento del pueblo iba en aumento. La escasez de alimentos ya era crónica y se incrementaba con el correr de los meses, y fue entonces cuando surgieron espontáneamente legiones conformadas por voluntarios más acaudalados, que ofrecían artículos de primera necesidad traídos del exterior.
En las colas de los supermercados se desencadenaban tumultos. Comenzaron los saqueos, y los dueños de los locales distribuyeron entonces las mercaderías que les quedaban y cerraron sus puertas de manera definitiva.
La gente se ponía en fila donde sea que hubiese colas, dispuesta a comprar cualquier cosa que se vendiera. Solo los ricos no se preocupaban ya que, como siempre sucede, eran los únicos que seguían comiendo bien.

Al cabo de un año ellos fueron detenidos en el interior del café por los rebeldes mismos, que demandaban exacerbados prontas soluciones y alimentos, y fueron trasladados a diversos centros de castigo, patrimonio del anterior gobierno.
Pero ella, que se había convertido en la principal dirigente de los diversos círculos revolucionarios, ordenó su inmediata liberación, alegando que en su profecía ellos eran los que habían logrado resolver finalmente los avatares de la población, y que era necesaria su presencia para divulgar el procedimiento por vía masiva y de manera inmediata.
La resolución comunicada por parte del círculo revolucionario conformado en el café de enfrente de la facultad fue, para cada uno de los habitantes, la de buscar inmediatamente su proporcionada parcela de tierra y empezar a generar sus propios alimentos.
Los ciudadanos comenzaron inmediatamente a cultivar la tierra, levantando el cemento donde fuese posible y armando una suerte de granja donde quedara un espacio libre.
La tierra era rica en el país, el suelo era fértil.
Espontáneamente los habitantes comenzaron a sentirse más felices. Al no verse obligados a concurrir diariamente a trabajos que tanto les disgustaban y que llenaban sus días, comenzaron a contar con tiempo sobrante.
Y con ese tiempo se dedicaron a leer y a cultivar su espíritu, un arte ya olvidado.
Abundaron entonces los artistas, fuesen escritores, cantantes, músicos, pintores, o escultores, y todos comenzaron a salir a la calle nuevamente y a hacer del arte una forma de vida.
Las estrellas se veían más claramente, los automóviles fueron destruidos, las grandes fábricas cerraron sus puertas para siempre, y la cantidad de enfermos crónicos se redujo a un mínimo porcentaje.
Los psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas quedaron prácticamente desempleados al cabo de un tiempo.

Ellos y ella, por supuesto con algunos años más encima, pero manteniendo siempre sus mismas ideologías y siempre sacando adelante su publicación literaria – que nuevamente se tornó semestral - continuaron reuniéndose asiduamente en el mismo café oscuro situado frente a aquella facultad, y se vieron finalmente libres de dedicarse otra vez insistentemente a sus intelectuales y extensas conversaciones que no llegaban jamás a ninguna conclusión notable.

¿Para qué conflictuarse? - Se dijeron bebiendo café aguado y comiendo medialunas, mientras todo a su alrededor retomaba el curso normal.

Ellos ya habían cambiado el destino de un país.
Ellos jamás volverían a ser los mismos. Entretanto el pueblo, reunido en la plaza, volvió a festejar.


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