22/4/09

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Corremos como animales desquiciados esquivando los marmolados panteones, y cubiertos de heridas. Saltamos ágilmente el muro que rodea la silenciosa necrópolis. Corremos sin parar y sin mirar atrás, corremos hacia la ciudad y su rumor interminable, corremos tomados de las manos, con una mezcla de miedo y emoción. Nos miramos y nos reímos a carcajadas. No podemos parar de reírnos.
Llegamos a la ciudad.
Cientos de personas caminan apuradas, se golpean entre sí, se insultan, hablan por celular y hacen gestos de fastidio continuamente. En ocasiones la gente detiene su enloquecida marcha y observa con curiosidad nuestros uniformes blancos pero, como siempre, prevalece la histeria y la horda se dispersa.
La policía arroja gases lacrimógenos a un grupo de manifestantes en la Plaza de los dos Congresos. Nos quedamos mirando fascinados hasta que la protesta se disemina y luego bajamos las escaleras de Sáenz Peña, disfrutando de nuestra libertad.
Cantamos bellas melodías, él trajo su guitarra, ella afina lo suficiente, yo aplaudo contento (ella dice que está bien, vamos adentro).
A pesar de los días pasados, llenos de incertidumbre, todos los habitantes siempre resuelven esperar un mañana mejor.
La televisión anuncia un día soleado como hace rato no sucedía. Sueño colectivo de un futuro nuevo.
Los diarios hablan del gobierno, de las próximas elecciones, de las marchas, de los cortes de ruta, del partido de ayer, de los aumentos de hoy, de los homicidios de mañana, de la violencia creciente, y a pesar de todo la ciudad luce tranquila, o al menos indiferente…se perciben aires de armonía y despreocupación. O de individualismo quizá.
No me preocupa.
Yo conozco la verdad. Siempre en un instante todo cambia, un demoníaco fuego lo desintegra todo y la ciudad se convierte en cenizas mientras los pájaros vuelan hacia otras tierras mejores, todo se recicla, todo vuelve a empezar.
Después silencio eterno. Sucesión de vacíos, procesiones, gritos desde el alma.
Solo nosotros permanecemos inmunes en nuestro paraíso personal, libres de todo tiempo y espacio, escuchando el llamado de los elfos, contemplando a las hadas jugar, recorriendo castillos y surcando mares, defendiendo a nuestros reyes, viendo el agua descender entre los árboles desde los picos de las majestuosas montañas, evocando cosas que los todos los demás olvidaron siglos atrás.
Todo nos pide volver, y en la tarde cálida comienza a sentirse el frío.
Con aire resignado nos miramos y caminamos hacia la parada del colectivo. Nos fumamos un cigarrillo tras otro.
Subimos -un pasito para atrás por favor- volvemos a nuestra rutina cotidiana, ya no somos héroes, ya no sentimos el viento golpearnos en la cara.
En el horizonte empieza a dibujarse una tormenta. El chofer escucha la radio y comenta con un pasajero las banalidades de siempre sobre el clima.
Bajamos -en la misma esquina de siempre- pedimos café para todos, leemos nuestros libros de turno, él se peina contínuamente, ella juega con el azúcar, el insondable psicólogo con cara de rata –que nos esperaba en el café pacientemente desde el amanecer- nos observa detenidamente. Intentamos explicarle que no podíamos no irnos, ya que los elfos, las hadas y los duendes silenciosos nos esperaban. Tenemos el discurso minuciosamente preparado, pero él elige no creernos, él elige interpretar lo que no decimos, como siempre.
Cruces de miradas, ojos esquivos. Ella deja de observar el vacío y lo enfrenta. Casi ni habla de sí misma, solo intenta explicarle nuevamente los hechos. Al finalizar su perorata lo mira eternamente y escucha, casi sin oír, los comentarios y preguntas del psicólogo.
Él quiere saber más, la indaga, pero ella no le permite ir más allá.
De todas maneras él no entendería. Él nunca entiende nada.
Caminamos todos algunas cuadras hasta la clínica. Cruzamos el paredón con nuestros libros en la mano. Ella se seca las lágrimas con el costado de la manga.
Entretanto el psicólogo no deja de mirarnos insistentemente y se dirige a nosotros con un dejo de preocupación, para luego firmar el registro y marcharse.

No nos interesa lo que él piense.

Nosotros sabemos que somos los poetas del tiempo, sabemos que somos los ecos de voces pasadas, nosotros dibujamos las palabras que vendrán, letras manan de nuestras bocas y se reflejan en el espejo del alma, se plasman en el papel fijando sensaciones imperceptibles que fluyen desde siempre, ríos internos de vocablos desinhibidos forman baladas proféticas, y es por eso que dejamos pasar los días perdidos en esta oscuridad, pensando incansablemente como haremos para huir nuevamente, ya que los elfos, las hadas y los duendes nos esperan.

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