16/5/09

Finisterre segunda - Mayo 2009



















Salió Finisterre II!!!!

"El segundo número se ofrece a los angurrientos en:

7/5/09

No voy en tren, voy en alfombra

Le pregunto a mi hermana adonde se le ocurre que podría venderse la revista: -en el tren-, me responde. En un principio me río a carcajadas, pero después lo pienso sentada en el andén de la estación de Flores mientras fumo un cigarrillo. De repente me levanto, subo al primer tren que pasa, y me pongo a vociferar en el vagón publicitando el pasquín:
“Vengo a ofrecerles este producto óptimo para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, útil para recitarle poemas de amor a su amada cuando usted se manda alguna, más económico que un ramo de flores o medio kilo de pan, ideal para leer en el viaje y evitar mirar por las ventanillas…”
Vendo casi todas, los pasajeros me las arrancan de las manos prácticamente, un gran éxito la idea. Llego a la estación de Once, me bajo contando la plata y separando las monedas mientras el tumulto me arrastra, y antes de que pueda darme cuenta, me secuestra la mafia conformada por los vendedores ambulantes del ferrocarril Sarmiento.
Me llevan a un lugar oscuro y me gritan una y otra vez que confiese de donde saqué ese material, les digo que no sé –no pienso confesar el verdadero origen de la revista, eso comprometería a todos y cada uno de mis compañeros- y finalmente, algo golpeada, me dejan ir.
Vuelvo a subirme al tren, me bajo en la estación Morón, camino por los pasillos de la universidad, están desiertos, bajo nuevamente al lobby central, está desierto, subo corriendo las escaleras, abro la puerta de un aula al azar, observo hipnotizada a la profesora que escribe las paredes hablando sola –claro símbolo de perdida de la razón, o del encuentro con ella, quizá- sigo corriendo, ya bastante agitada, abro una puerta tras otra buscándola, y localizo –al fin- en el décimo piso del edificio, a esa chica cuyo superpoder es la relativización. (Y agrego que, además, usa una capa naranja para que todos sepamos que tiene un superpoder, de ostentosa nomás).
Le digo “vení, relativizáme algo”, ella me sigue con su máscara de soberbia pero riéndose entre dientes, buscamos a la profesora que, para ese entonces, ya escribió todas las paredes del aula, y ahora se la agarró con las ventanas para desconsuelo del bedel; le pedimos que nos diga la Verdad, ella siempre tiene la justa: nos la dice, pero en griego (¡y yo no entiendo griego!), pero la chica de los superpoderes de relativización logra obviamente comprenderla, escribe la Verdad en una libreta de tapas negras, se ríe nuevamente entre dientes, y ambas corremos por los pasillos desiertos y salimos a la calle, volviendo a subirnos al ferrocarril Sarmiento, esta vez hacia el lado de Moreno, y yo grito nuevamente “muy bueeeenas tardessss, sepan disculpar la molestia, les vengo a presentar un material inédito que les será imposible encontrar en ningún otro lugar, perfecto para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, sumamente útil para recitar poemas de amor cuando usted se manda alguna, ideal para leer en el viaje, señor, señora, imperdible, véanlo sin compromiso de compra”, entretanto La chica relativizadora se ríe (ya no entre dientes sino a carcajadas), diciéndome “esto ni da”.
Ya vas a entender pavota, le digo.
Llegamos a Once (el tren pegó la vuelta en Moreno, tal como yo esperaba), nos chocamos con un enano que habla al revés, (juraría que lo vi en algún otro lado), mientras me concentro en el enano la mafia de los vendedores ambulantes vuelve a secuestrarnos, esta vez a ambas, nos lleva hacia el mismo lugar oscuro, nos pregunta una y otra vez adonde conseguimos ese material, amenaza con matarnos, nos revela que trabaja para la Triada del mal con la sola intención de atemorizarnos.
La chica relativizadora se ríe y les dice “sí sí, los quiero ver matándome” y les hace dientitos. La miran con resignación, y obvios instintos asesinos, y nos dejan ir nuevamente, no sin antes aclararme que no quieren volver a vernos por ahí.
No podemos confesar, le cuento a La chica relativizadora. Ese material proviene de un mundo llamado Finis Terrae, en el cual reina un conjunto de seres tenebrosos -denominados popularmente La triada del mal-, simplemente porque les gusta ser dueños del poder que los embriaga, y no dejar espacio a ninguna opinión democrática. La revista en nuestro poder es la publicación de la resistencia, se imprime en talleres subterráneos, y hay que difundirla incansablemente para terminar con La triada lo más pronto posible, y liberar así a los habitantes de ese mundo.
La chica relativizadora me sugiere que vayamos en busca de alguien más, que juntemos partidarios, le digo que no, que esto depende sólo de nosotras dos. Nadie más puede enterarse de la existencia de ese mundo en donde los semáforos nos dan tres luces celestes (ya que La triada sostenía que los colores verde-rojo-amarillo cobraban vida y representaban fuerzas benignas que se oponían a ellos).
El tren del andén número cuatro anuncia su partida condestinoMorenoparandoentodas, para la hora ochoyveiticinco am. La gente apura el paso empujándose.
Nosotras los esquivamos corriendo, y cruzamos el portal que se encuentra entre el carrito de los superpanchos y el puesto de diarios, e ingresamos, al fin, a Finis Terrae.

La chica relativizadora me mira (casi perdiendo su expresión soberbia, reemplazándola por una de asombro) y me dice que ahora entiende porqué sus historias no aplicaban para narrar ese mundo que ella creía no real. En ese mundo todo es mágico y ella no cree demasiado en la magia. En cuanto cruzamos el portal aparecen instantáneamente nuestros doppelgänger, y La chica relativizadora, que sabe muchísimo de doppelgängers, me dice que no los toque, porque si toco a mi gemela diabólica nos fusionaremos y desapareceremos ambas. Le hago caso, obvio.
Salimos a la pradera más verde que haya existido jamás, y vemos pasear apaciblemente al famoso dueto de poetisas finisterreanas repartiendo margaritas; una recita haikus en medio de una suerte de trance reikista, entretanto la otra, su largo cabello ondeando al viento, le responde con metáforas no aptas para menores de edad. Les preguntamos por la Logia, la que recita haikus nos responde: “la pequeñez que cabe en el interior de un hongo es el cimiento de cristal en que se tallan los gigantes”…nos miramos sin comprender, y la poetisa metafórica agrega: “En la despersonificación de los cuerpos está el placer”.
La chica relativizadora anota en su libro de tapas negras con celeridad, por las dudas, dice.
Caminamos por Finis Terrae, nos cruzamos con un poeta-filósofo que recita versos extraños acerca de un peregrino a un peregrino que lo mira con cara de perplejidad. El poeta-filósofo se parece un poco en su prosa oral a Castaneda, y es bastante agradable, exceptuando el detalle de que combina indiscriminadamente rojo, azul, celeste, negro, amarillo, verde, y zapatillas con cordones de diferentes colores, sin importarle en lo más mínimo su apariencia, indudablemente intentando demostrar que lo exterior no importa, que él es mucho más que los banales designios de la moda.
La chica relativizadora se ríe de él y lo molesta indescriptiblemente con palabras irónicas. Él le grita, casi poniéndose colorado, que entienda de una buena vez que estamos en el límite entre lo real y lo impensable, en donde la gente combina la magia con osadía y no los colores de la ropa. Ella le dice “sí, sí”, yo le digo “ponéle”, y seguimos caminando, dejándolo en un estado de furia inconcebible, echando, literalmente, humo por las orejas.
Observamos las cabañas de madera sobre los riscos, un paisaje clásico de ese locus amoenus, tan clishé de la poesía española que nos recitaba aquel gran maestro pelilargo en nuestra alta casa de estudios; agua, árboles, pastos muy verdes, rayos de sol que se filtran iluminando nuestros cabellos no tan sedosos como quisiéramos.
Como en Finis Terrae no existe tiempo ni espacio, y nuestros relojes se detuvieron al cruzar el portal, no sabemos con certeza cuánto de tarde estaremos llegando a clase, pero en realidad ya no nos importa. De todas maneras a La chica relativizadora las clases –por supuesto- le parecen superfluas e innecesarias.
De repente cae la noche (literalmente “de repente cae la noche”, porque en Finis Terrae la luna baja a la tierra, aparentemente), y vemos a Beowulf –el héroe más perfecto- montando en un dragón, vemos al Caballero Verde persiguiéndolo, pero en el medio de la persecución se le cae la cabeza y tiene que volver atrás para recogerla, vemos a Don Quijote riendo a carcajadas de esa escena, mientras lee un libro acerca de cómo construir molinos de viento con escarbadientes y como narrar cantares de gesta vanguardistas, (lo cual le recuerda a la chica relativizadora que el “antes” era tanto mejor y se pierde en una perorata sin sentido acerca de la Edad de Oro que yo casi ni escucho), mientras Roland habla de traiciones y de gloria eterna, mirando con entrañable afecto a su espada y llamándola Durandarte, (lo cual sería seguramente malinterpretado por Freud), entretanto Lancelot grita que no se siente culpable, que no va a ceder ni un ápice, que el amor mueve al mundo, y Odiseo escapa con los ojos en blanco de Penélope, que lo persigue reclamándole que nunca está en casa mientras ella lava los platos, cría a su hijo sola y teje como una pelotuda, mientras él se divierte mirando sirenas por ahí, y Dante y Virgilio, ignorándolos, conversan animadamente acerca de sus experiencias en el Infierno. En eso pasa el Mio Cid, montado en su corcel, hablando en versos anisosilábicos o algo así, quejándose vehementemente del destierro, lo cual despierta la atención de Dante, e instantáneamente ambos se entrelazan en una larga discusión al respecto de cómo recuperar la honra luego de tamaña ofensa, y el Cid grita que hay que tomar la ciudad, ignorando ambos a Virgilio, el cual despotrica contra quienes lo acusan de plagiar a Homero y habla de que su abogado sacará adelante un juicio por injurias contra todos ellos.
La chica relativizadora y yo nos miramos, agotadas ya de escuchar a los poetas blandiendo verbos, y le preguntamos a uno -que se parece bastante a un conejo con expresión meditabunda, que lleva puesta una remera con una inscripción de “I love Merlín”, se fuma un cigarrillo rubio tras otro, y camina acompañado por una gata ondulante- adónde podemos encontrar la Logia que lucha contra la Triada del mal mientras intenta reescribir el mundo.
Cara de conejo nos indica el camino, no sin antes emprender una eterna batalla de ironías con la chica relativizadora, en la cual ella sale ganando por cansancio. De paso, también nos tira una alfombra mágica –la quiere impecable de regreso, dice- y el dato de un buen bar adonde podríamos parar por un café con medialunas. Preferimos el desayuno a nuestra misión (la luna decidió levantarse, se aburrió de estar echada ahí abajo, y nuevamente se filtran los rayos de sol por entre los árboles).
Una vez en el bar, nos ubicamos cerca de un grupo de dioses paganos que diatriban contra el dios cristiano, acusándolo de déspota y centralizador, y pergeñando de qué manera destituirlo. La chica relativizadora escucha con atención pero yo no, el hambre no me permite concentrarme en nimiedades.
Comemos, La chica relativizadora saca un libro y me ignora, como siempre, hasta que le grito que le meta pata, que tenemos que encontrar a la Logia y vencer a la Triada del mal, para poder cruzar el portal nuevamente y volver a Once a tomar el tren.
La chica relativizadora me mira con fastidio pero, de todos modos, apura el café.
Observamos a través del vidrio a un romántico persiguiendo un rayito de luna que se le escapa. Yo me río con ganas y agarrándome la panza, La chica relativizadora me mira aún más malhumorada, de ser eso posible.
Reflexionamos acerca de a cuál de los héroes podríamos pedir asistencia en tamaña empresa (yo insisto con Beowulf que, además de ser groso, equipara en belleza a Odiseo), y ella responde que ninguno de ellos cumple con sus expectativas, que mejor lo hagamos solas.
En Finis Terrae, tamaño mundo de personajes fantásticos, comienza –nuevamente- a caer la noche. La luna no se decide, sube, baja, sube, baja, y elige finalmente quedarse un rato posada en la montaña. Es muy difícil desayunar en ese mundo, ya que amanece incesantemente.
Salimos del bar. El que persigue el rayito de luna nos tira un dato útil. Un brujo vomita sapos en la entrada agarrándose el estómago con gesto de dolor, lo miramos fijo durante un rato –finalmente decidimos no ayudarlo- nos subimos a la alfombra mágica que nos prestó el que se parece a un conejo, y emprendemos vuelo, lo cual genera el asombro de La chica relativizadora, que no creía en alfombras mágicas, y ni siquiera creía que esa alfombra en particular tuviese un estampado de buen gusto.
Esquivamos al dragón de Beowulf (que nos quema los flecos de la alfombra con mucha mala onda, ya se está poniendo pesado). Observamos Finis Terrae desde las alturas, llena de praderas y extraños sincretismos entre civilización y barbaries…se ve laberíntica desde arriba, ya que todos sus caminos se conectan entre sí por caprichosos designios de su creador.
La chica relativizadora tiene cara de tener vértigo y un poco de susto por los monstruos que acechan los mares, pero, como tiene superpoderes, hace de cuenta que nada le interesa, y sorteamos los grandes riscos con hábiles maniobras de alfombra, y finalmente descendemos al lugar que nos marcó aquel que perseguía el rayo de luna, cuando salimos a la puerta del bar.
La luna, indecisa, vuelve a bajar a la tierra iluminando todo. En eso vemos pasar al que persigue el rayo de luna y le preguntamos por la Logia que intenta reescribir al mundo. Nos responde con reminiscencias románticas que aburren visiblemente a La chica relativizadora, pero aún así, lo escuchamos con atención. Nos dice qué, donde hallemos a un peregrino hablando con un filósofo no muy bien combinado, encontraremos la entrada subterránea a la Logia que intenta reescribir al mundo. Después de eso gira sobre sí mismo y se pone a conversar con una flor que aparentemente no tiene muchas ganas de responderle.
Volvemos en alfombra al lugar en el cual vimos al poeta-filósofo, descendemos, y él al vernos comienza a gritar desaforado nuevamente. Yo intento calmarlo, pero La chica relativizadora se ríe de él y eso no colabora favorablemente con la ira del poeta-filósofo. Finalmente el peregrino, agotado de la situación, nos tira la justa: tenemos que levantar la roca que está allá por el fondo del bosque, entre las dos flores azules y el árbol luminiscente, y allí encontraremos la entrada subterránea de la Logia.
Nos despedimos, yo le agradezco mientras tironeo del brazo de La chica relativizadora, que sigue enervando al poeta-filósofo solo por diversión.
Encontramos, no sin algo de trabajo y bastante cansancio ya, la roca que se halla entre las dos flores azules y el árbol luminiscente, la levantamos e ingresamos a la imprenta secreta de la Logia.
Asombrosamente aparecen allí abajo el que tiene cara de conejo junto con su gata ondulante, el que perseguía incansablemente el rayito de luna, y el filosofo-poeta con cara de ofendido, cruzado de brazos y apoyado contra las rocas.
El que persigue el rayo de luna exclama “¡al fin estamos todos reunidos!, ¡procedamos compañeros a planear la inefable estrategia para derrocar a la Triada del mal!”. La chica relativizadora me mira con gesto de fastidio ladeando la cabeza y arqueando la ceja derecha, como si yo pudiese hacer algo al respecto de semejante arenga.
La estrategia se dilata, ya que surgen conversaciones triviales una y otra vez. La chica relativizadora nos apura, alegando que tiene demasiado que estudiar, y saca un libro nuevamente de su súper morral, decidida a ignorarnos. Pero es en ese momento cuando divisa su libreta de tapas negras y recuerda la Verdad obtenida en el aula de la Universidad, y nos la recita en voz alta (en griego, y no le entiendo una palabra, por supuesto) pero aparentemente los demás la comprenden, y gracias a eso, al fin logramos ponernos de acuerdo y partimos los cinco junto con la gata ondulante, bastante apretados arriba de la alfombra del que tiene cara de conejo (que se queja porque se la devolvemos con los flecos quemados).
Arribamos al tenebroso castillo de la Triada, majestuoso baluarte rodeado por un foso atestado de monstruos marinos de toda clase y color. Volamos sobre ellos. Beowulf, que quiere estar en todas, nos persigue montado en el dragón. Lo preceden Grendell, Don Quijote sobre su Rocinante, el Mio Cid con cara de estar un tanto aburrido, El caballero Verde con su cabeza zarandeándose en la mano y Sir Gawain cabalgando a su lado, Roland y Lancelot empuñando sus espadas en alto, Penélope quejándose incesantemente y, a la retaguardia, sumidos en el arte de la retórica, Dante, Virgilio y Odiseo, con una expresión pacífica que no concuerda con este momento cumbre en el cual está por iniciarse la gran batalla final.
El dragón quema con sus llamas la puerta del castillo, y toda la comitiva ingresa, con nosotros a la delantera, tan apretados sobre la alfombra como en el colectivo 60 camino a Tigre.
La Triada del mal nos espera, empuñando plumas, que claramente son más poderosas que las espadas. Don Quijote súbitamente detiene a Rocinante, y emprende un discurso al respecto de las armas y las letras que no viene al caso en semejante situación de peligrosidad.
El Mio Cid, El caballero Verde, Odiseo, Roland y Lancelot, se lanzan contra la Triada sin pensarlo dos veces. Nosotros disparamos flechas y lanzamos rocas desde la alfombra mágica, (ni a palos nos bajamos), entretanto Dante y Virgilio se mantienen al margen y se dedican a escuchar las quejas de Penélope al respecto de su marido, aconsejándole sabiamente que solicite de una buena vez el divorcio.
Horas de ardua batalla más tarde, o segundos quizá, la Triada se encuentra sitiada por los héroes y la Logia toma nuevamente el castillo y el poder.
La paz y la libertad de expresión retornan a Finis Terrae, y luego de tres noches de encantos y de fiestas paganas, La chica relativizadora me recuerda, tirándome insistentemente de la manga, que tenemos que regresar, pero yo me resisto a abandonar tamaño festejo.
Finalmente cedo a desgano. Nos dirigimos hacia el portal y reaparecemos en Once, entre el carrito de los superpanchos y el puesto de diarios. Compramos un par de revistas y algunos libros en promoción, nos comemos unos superpanchos con papitas a modo de desayuno, por sugerencia de La chica relativizadora, y nos subimos corriendo al tren del andén número cuatro, con horario de partida ochoyveiticinco am condestinoMorenoparandoentodas, porque ya estamos llegando tarde a clase.

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