24/2/09

Ema va…


Aunque es grande su vida comienza aquí
y a la vez termina la sed de su espera...



Ema, prosaica pensadora y ferviente devota de los grandes trágicos griegos y de los clásicos del siglo XVIII, habitaba entre artistas urbanos y tangueros atormentados sobre la calle Magallanes, en una casita con paredes de chapa pintada de azul y un balconcito amarillo rabioso colmado de malvones, en el corazón del barrio porteño de La Boca.
Asiduamente se acercaba a la biblioteca Joaquín V. González, escogía alguna obra desgastada de páginas ya desencuadernadas, y se sentaba en alguno de los bancos de la rambla, de esos que se hallaban cercanos al viejo puente del riachuelo, a degustar sus fantasías atiborradas de aventuras y maravillas, dedicándose a leer durante interminables períodos de tiempo, soñando con otra vida diferente a la suya tan gris y monótona, e indagándose chabacanamente sobre el bien y el mal, sobre el destino y las pasiones humanas, sobre los grandes problemas del individuo, y sobre las circunstancias de la ineludible muerte que a todos – ocasionalmente - nos habría de llegar.
Los libros coexistían con ella como incondicionales compañeros durante el transcurso de cada jornada. Con ellos podía dejar transcurrir el tiempo casi sin pensar, errando inmóvil por diferentes países, recreándose en los detalles y mezclándose con los héroes y sus aventuras. Ellos nunca serían personajes vulgares y moderados como los que se encontraba diariamente en la vida real.
Cuando tenía algo de dinero, ansiosa y casi radiante, iba a la esquina del bar Roma, pedía un café con leche y medialunas, y transcurría sus tardes compartiendo aforismos ocurrentes y metáforas mediocres con cuanto parroquiano estuviese dispuesto a emprender conversación o, dependiendo de su estado de ánimo, se refugiaba en la soledad de un libro.
Aquel fue uno de los privilegiados días en los cuales vendiendo un rústico bosquejo enmarcado de Caminito a un extranjero tedioso y sacador imparable de fotos había podido darse el lujo de disfrutar de su placentera lectura en el interior del café.
Se acomodó en una de las mesas de fórmica colorada, de esas que bordeaban el ventanal, circundada por grandilocuentes habitués, presumidas tentativas de intelectuales de café de los que nos excede la ciudad, que en aquella ocasión divagaban acerca de la resistencia rioplatense contra la última dictadura militar, patrimonio retórico nacional absuelto de certezas.
En una mesa contigua a la suya un grupo de amigos estallaba esporádicamente en ruidosas carcajadas y expresiones coloquiales.
Los bares y los nativos de nuestra ciudad siempre supieron mantener ese raro y perpetuo ritual para el cual no pasa el tiempo, exacerbado por el alma descontenta inherente a la ideología del argentino tipo, caviló Ema filosóficamente entretanto estudiaba la punta de sus zapatos verde loro con hebilla plateada que hacían juego con su saco y su cartera.
Esa tarde los ventiladores cubiertos de polvo gris estaban encendidos, sonaba en la radio mezquino un tango del maestro que se malgastaba entre el ruido de copas y el cuchicheo general, el reloj de la pared había dejado de funcionar nuevamente, y el piso de baldosas blancas y negras con reminiscencias de tablero de ajedrez creaba un efecto hipnótico que durante varios minutos la distrajo, hasta que el mozo la sacó rudamente de su ensimismamiento.
Pidió lo de siempre.
En la mesa contigua él, sentado solo, observaba a la gente caminar apresurada aporreando adoquines, entretanto el tiempo parecía detenido en el interior del establecimiento.
Ema al descubrir su presencia sintió con la primera mirada que lo conocía de toda la vida. No pudo evitar fantasear con su vecino de mesa y prosiguió con su insistente contemplación. Él, percibiendo la tenaz y deliberada observación de parte de ella, la invitó a acompañarlo. Conversaron durante largas horas, y al caer la noche se despidieron, no sin antes concertar un nuevo encuentro en la misma mesa, en el mismo bar, algunos días después.
Se encontró con Luis durante eternos atardeceres en los cuales hablaron casi de todo, siempre en el interior del café Roma, hasta que en una de las tardes más frías de ese otoño, él finalmente le propuso matrimonio.
El casamiento fue vistoso y carnavalesco, a todo vino y asado, bajo la luz frágil de los faroles de la Plazoleta de los Suspiros, lleno de murga, tango, murmuraciones, risas delirantes, algún que otro altercado entre los ebrios asistentes del barrio, y con mate para el desayuno.
Durante la víspera de ese mismo día él había trasladado sus escasas pertenencias desde su oscura habitación de la pensión en la calle Necochea hasta la casita azul. Finalizado el evento, una vez en la cama, y pese al sonido del precario ventilador y el murmullo de la ciudad amaneciendo, Ema se sintió más sola que nunca, y únicamente consiguió oír –insomne- las respiraciones entrecortadas y los ronquidos de su flamante marido.
La vida funestamente no resultó como ella la había imaginado en sus extáticos momentos de noviazgo. Luis partía al atardecer a vender sus rudimentarios souvenirs, y trasnochaba en los bares de la rambla con sus arrabaleros camaradas, llegando a la casa con paredes de chapa pintada de azul y balconcito amarillo rabioso colmado de malvones casi al alba, en ocasiones tomando a Ema casi sin mediar palabra, sin importunarse ya en elaborar promesas de amor pueriles que a su criterio, eran innecesarias. Luego giraba sobre sí mismo dándole la espalda, y dormía hasta el momento de salir nuevamente a su espacio reservado en la calle Caminito. A pesar de que algunos días eran mejores, la realidad es que su vida carecía completamente de emociones. Los días se sucedían uno tras otro casi iguales, y entretanto ella, famélica de pan y de amor, regaba sus malvones, tomaba mates lavados, y seguía releyendo una y otra vez sus clásicos, dejándose estar en una sucesión de jornadas inertes y similares.
Una dominante ausencia de fe, la expiración de sus utopías, la indolencia y el desengaño, se convirtieron en la constante que subyugaba su tiempo.
Al quedar embarazada Luis prácticamente la ignoró durante incansables noches hasta que se sometió con resignación al hecho de traer un descendiente al mundo.
A pesar de todo, Luis y ella compartían miles de detalles cotidianos placenteros, algunas salidas a cenar, noches de cine, de radio o discusiones acerca de las obras leídas por uno o por el otro. Sin embargo ella no se sentía conforme. Ella quería vivir amores apasionados e inconcretables, viajar a lo largo y a lo ancho del mundo, tener experiencias nuevas. No podía evitar sentir que su marido era extremadamente sencillo y vacío de ambiciones, y que jamás iba a lograr completarla de la manera deseada, más allá del cariño que se tuviesen mutuamente.
Las mellizas nacieron un septiembre llenando a su madre de una serena felicidad. Crecieron en la casita azulada, aquella de balcón amarillo repleto de malvones, se educaron en la escuela pública del barrio y observaron, siempre con desdén, el conformismo y el vacío materno, y con censura en ocasiones, con el ineludible temor de que les sucediera algún día lo mismo a ellas, las casi perpetuas apatía e indiferencia paternas.
Igualmente, tal como Ema, fueron incapaces de decirle adiós al colorido y abarrotado suburbio porteño, y sus días de juventud transcurrieron en las mismas calles en las que su madre había vivido su desengañada y a menudo hipócrita existencia.
Ema, perdidas las ilusiones, presa solo del hastío y el escepticismo, durante años sólo deseó algo que la arrancara de su monotonía, pero al morir inesperadamente su marido consiguió olvidar los rencores pasados y colocó su foto en un portarretratos sobre la mesa de luz, cambiándole las flores como un instintivo ritual, una vez a la semana.
Sus hijas se casaron y ella volvió a quedarse sola en la casa con paredes de chapa pintada de azul y un balconcito amarillo rabioso colmado de malvones, en el barrio porteño de La Boca, pintando sus cuadritos, releyendo sus tragedias y siempre a la búsqueda de nuevos libros por conocer.
Con el correr de los meses Ema comenzó a sentirse inconsolablemente triste. Al final de cuentas, se decía a sí misma, ella y su marido habían compartido las dichas y alegrías que les daba la vida, siempre juntos. Y gracias a ello desarrollaron un vínculo extremadamente fuerte y, a su manera, se apoyaron el uno en el otro en incontables ocasiones.
Ema suspiró y lloró desconsolada durante largos días, al darse cuenta de que, con la pérdida de Luis, había muerto una parte de su propia vida, de su propio ser. Posiblemente nunca había valorado las pequeñas cosas del vivir, perdiéndoselas mientras esperaba para ella misma grandezas semejantes a las de los protagonistas de las obras que leía y releía, sin poder asumir lo que le había tocado en suerte, o sin aceptar lo que ella y nadie más había forjado como su propio destino.
Poco a poco su llanto se fue apaciguando, hasta el día en que llegó a la conclusión de que la arbitraria justicia cósmica que atormenta a los hombres otorgándoles dones y castigos, regateándoles felicidad, vengando excesos y substituyendo carencias trascendentales por frívolas alegrías cotidianas, en su oportuno momento la desagraviaría de todos los sufrimientos padecidos. Se dio cuenta de que su existencia había tenido cosas buenas, y de que siempre valdría la pena seguir intentándolo, ya que todos los días podía pasarle algo nuevo.
Asimismo, siempre tendría sus libros, por lo tanto nunca estaría sola del todo.
Decidió inscribirse en diversos cursos, hacer nuevas amistades y viajar más seguido, aunque no llegara a conocer el mundo jamás. Al final de cuentas vivimos en el siglo XXI, se dijo a sí misma, y la mujer puede tener experiencias de toda clase sin limitaciones sin ser por eso mal vista, y no se ve obligada a circunscribirse solo a los libros para sentir que vive plenamente.
Entonces ¿por qué no reescribir el mundo desde su propia perspectiva?
Con esta prerrogativa como filosofía de vida Ema – humedeciendo eternamente sus malvones casi sin sacarse jamás los ruleros – con la renovada soledad como recompensa y la expectativa de nuevas aventuras por venir como alimento cotidiano de su alma, nunca más volvió a sentirse oprimida por el futuro.
Se compró una computadora y comenzó pacientemente a escribir su propia historia, abandonando sus quiméricos sueños y consiguiendo - al fin- liberarse.


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